sábado, 18 de octubre de 2008

LAS MIL Y UNA NOCHES EN LA LITERATURA OCCIDENTAL

DANTE Y BOCCACCIO

El emperador Federico II, rey de Sicilia y Jerusalén, vuelve de las cruzadas arabizado y arabizante. En su corte de Palermo protege las escuelas de traductores de Salerno Nápoles y Montecasino que nutren las bibliotecas de Bolonia y Padua, Siena y Mantua con volúmenes de jurisprudencia medicina y mística oriental. Hizo traducir los tratados de metafísica del persa Avicena y del Averroes cordobés.

Según el arabista español de principios del siglo XX Miguel Asín Palacios, Dante tuvo que estar muy en contacto con la cultura árabe. En su Florencia natal, antes de sus estudios había asistido a las escuelas monásticas franciscanas de Santa María Novella donde también estuvo en contacto con dominicos. Es muy probable que allí hubiese leído los escritos del místico sufí murciano Ibn Arabi, que partiendo de Al-Andalus hace un viaje por todo el mundo islámico. Llega a Samarcanda donde come el loto de los dioses. En Jerusalén sube al cielo. Conoce las ciencias ocultas y dice que Juan el Bautista y Jesús tenían poderes cabalísticos.

Brunetto Latino, maestro de Dante, había sido embajador de Florencia en la corte del Rey Sabio en Toledo. Seguramente conocería la traducción castellana en la que el Profeta, en un viaje onírico es transportado desde La Meca a Jerusalén, acompañado por el ángel Gabriel. Allí desciende a los infiernos y presencia los inconcebibles tormentos a los que son sometidos los infieles. Pone en el Paraíso a los musulmanes que han practicado la limosna y a los que han concedido préstamos sin interés.

Dante escribe su Divina Comedia: ni divina ni mucho menos comedia en la acepción actual (lo de divina se lo añadió Boccaccio) en su lengua hegemónica toscana, aunando los dialectos latinos arcaicos, con los que estuvo en tan estrecho contacto en su dilatado deambular de exiliado, creando el italiano moderno.

Obra laica y veladamente anticlerical, la Comedia es el escenario de una alegoría apocalíptica. Rosa mística en la que el Poeta es acompañado por Virgilio y después por Beatriz. En el infierno encontramos una multitud de papas, príncipes y otros personajes condenados por toda clase de pecados y crímenes. Olvidando la misericordia divina y la caridad cristiana, Dante ni siquiera atenúa los infinitos tormentos del lago de hielo ni el de las llamas, coincidentes con los de la Gehena, el infierno musulmán. Allí coloca a Mahoma y a su primo Alí, por cismáticos, por haber escindido la fe y traer la discordia a la Humanidad. A Saladino Avicena y Averroes los vemos en el limbo, a donde iban los buenos no bautizados en la fe católica.

Tanto Mahoma como Dante, al final de su viaje se encuentran con la divinidad, que ambos describen como un foco de luz vivísima, del que ya había hablado Platón, mucho menos especulativo y mucho más científico, que según San Agustín había bebido de las escrituras hebreas, que no habían sido vertidas al griego hasta poco antes del comienzo de nuestra era. Ambos visionarios concuerdan en que el infierno está situado en las entrañas de la Tierra, bajo la ciudad de Jerusalén. Lo cual tiene muchas trazas de ser verdad.

Entre todos los narradores profanos, el más cercano a Las Mil y una noches es Giovanni Boccaccio con su Decameron. Florentino como Dante, hijo ilegítimo, llega a conseguir del Papa las dispensas necesarias para poder acceder a las órdenes mayores. En el marco de la peste negra que a mediados del siglo XIV devastó Europa, siendo la muerte el mejor calidoscopio para intuir el sentido de la vida y de la eternidad,

Boccaccio reduce las matemáticas árabes de mil y una noches a sólo diez días y diez participantes: siete muchachos y tres muchachas reunidos en un locus amoenus de Paraíso terrenal. Cada uno tiene que narrar un cuento cada día, hasta completar el ciento del Decamerón. Prescindiendo de la exuberancia repetitiva oriental, crea una de las obras más brillantes de la literatura universal.

Sus cuentos bizantinos, franceses italianos y españoles, sarcásticos satíricos eróticos, procaces a veces, a pesar del tono burlesco no carecen de una intención moralizante. Catapultado de la ambigua timidez del Dante, Boccaccio, ya abiertamente anticlerical, nos cuenta que Fray Alberto se conquista a una ingenua señora haciéndole creer que es al arcángel Gabriel. El pícaro Fray Cebollas tiene la obscena obsesión de “meter al diablo en el infierno”. El judío Abraham va a Roma, y viendo la maldad de los clérigos, se hace cristiano.

En su viaje a Roma, Boccaccio, escandalizado de la poca virtud de los clérigos, de los que él mismo es uno, condena la avaricia fraude gula envidia y soberbia que observa. Y asegura que aquello es más una fragua de operaciones diabólicas que divinas. Enviado como embajador de Florencia ante el Papa de Aviñón para mediar entre güelfos y gibelinos, arremete contra las riquezas de Cluny, a cuyos monjes acusa de libertinos y sodomitas. Ironiza que el cuerpo del niño mártir romano, San Pancracio sea venerado como reliquia verdadera en treinta diferentes iglesias de Italia.

La antorcha boccacciana, disipadora de tinieblas medievales, sigue de mano en mano, hasta Ítalo Calvino y Umberto Eco.