sábado, 27 de junio de 2009

EL ATRIBUTO HUMANO MÁS CERCANO A LA DIVINIDAD

AVATARES MUSICALES

Estrechamente vinculada al Quadrivium de artes liberales, Astronomía Aritmética y Geometría representadas en las notas del pentagrama, la Música es considerada en la Edad Media como una prueba de la existencia de Dios.

Los instrumentos musicales, especialmente el glorioso órgano, utilizado en catedrales, templos e iglesias, han evolucionado tanto para entonces que por su cantidad y complejidad implican toda una materia de estudio aparte. Es decir: el arte más intangible y empírico tiene que admitir la dicotomía de su materialidad.

La ciudad italiana de Cremona, en la que no he estado, puede preciarse de haber llevado el violín, evolucionado del rabel árabe, y el piano, junto con Florencia, a la máxima perfección. En sus calles debe oírse constantemente música diluida, como me ocurrió a mí en Viena y sus bosques, y como debe también ocurrir en Salzburgo y Bayreuth.

El concilio de Trento excluye de la Iglesia la música pagana, impía o lasciva. Pierluigi Palestrina, maestro de la Capilla vaticana, no admite tal concepto. Pero la Iglesia ha continuado vetando composiciones mundanas o ajenas a la liturgia.

El Requiem de Verdi no podrá ser interpretado en ceremonias fúnebres de eminencias eclesiásticas. Lo que se debía más a sus ideas libertarias que a la excelsitud de su música. En contraste, la Iglesia siempre ha aceptado composiciones de los grandes maestros protestantes, dedicadas al mismo Dios cristiano, más o menos, que el Yahveh judío y el Allah musulmán.

El innovador e inmenso Gustav Mahler, judío, se hace católico en 1897. Inmediatamente es nominado director de la Ópera Imperial de Viena. Pero a mí, cualquiera de sus sinfonías y conciertos me lleva más al ascetismo que los Diez Mandamientos de Moisés.

Yo había nacido melómana de humedecérseme los ojos con las bandas callejeras que me exaltaban el corazón. Pero fue en el internado de las monjas cuando conocí la música grande. En las madrugadas de Navidad, en los besa pies al Niño Jesús tras las tres misas solemnes, en fila india avanzábamos por la nave central hasta el presbiterio, a los exultantes compases de Las cuatro estaciones de Vivaldi, que provocaban mi éxtasis místico. Poco después, el papa melómano Pío XII lo prohibía por no ser música litúrgica. El posterior concilio Vaticano II de Juan XXIII lo liberalizó, y Juan Pablo II admitía cantantes de rock jazz blues gospel y espirituales.

En el mes de Mayo cantábamos una canción a la Virgen, compuesta por un jesuita: Quiero Madre en tus brazos divinos-como niño pequeño dormir-y escuchar los ardientes latidos-de tu pecho de madre nacidos-que late por mí.-Quiero ver tu divina hermosura-y ese amor que te inflama sentir-de tus labios saber que me amas-que por hijo con ellos me aclamas-para ser feliz. - Inmediatamente reconocí que aquello era música grande. Tardé años en saber su origen. Se trataba del segundo movimiento del Capricho español de Rimski-Korsakov. Las primeras emociones estéticas, como el primer orgasmo, son inolvidables.