sábado, 7 de marzo de 2009

EL LENGUAJE DE LA PIEDRA

EL FRÍVOLO ROCOCÓ

Francia, ambivalente durante la Contrarreforma hasta la Noche de San Bartolomé, tocada por el Calvinismo en el norte y en la Navarra borbónica de la nueva dinastía de Enrique IV, que rectifica para ocupar el trono de San Luis, en el siglo del Rey Sol se modera en construcciones religiosas, tan pródigas en su suelo, concentrada en la erección del palacio de Versalles, el más espléndido de sus tiempos y modelo para el resto de Europa.

Sin dejar de ser renacentista, este laicismo profano desemboca en el Rococó, barroco desenfrenado y decadente hacia su meta final. Es un tiempo álgido de sedas bordados encajes puntillas, pelucas rizadas y empolvadas, que va a durar hasta la Revolución.

Apartándose del tenebrismo anterior, los colores se suavizan sensualmente en verdes rosas azules malvas. Los interiores se iluminan de blancos y dorados. Buena muestra de ello la tenemos en techos y puertas en el monasterio de Yuso en la Cogolla. Espejos y cornucopias de sobrecargados marcos asimétricos adornan las paredes, guirnaldas de flores y sensuales Cupidos voladores decoran los techos. Hasta el léxico se impregna de liviandad: chinoiseries, por la excelencia de la porcelana china, bibelots biscuits bagatelas chucherías, denotan un estilo cortesano frívolo y burgués, al que se llama Pompadour por la más famosa de las amantes de Luis XV.

Alemania va a usar profusamente, sin caer en lo banal, este arte de rocallas y grutescos, ya patente en las villas privadas de algunos de los emperadores romanos en los acantilados de la costa y en las colinas junto al Tiber. Federico II el Grande de Prusia se hace construir su palacio Sanssouci a la manera de Versalles, en su corte de Postdam. También el zar Pedro I el Grande va a dar grandiosidad versallesca a su ciudad de San Petersburgo y a su palacio Monplaisir. Baviera, y Bohemia todavía contrarreformista, construyen iglesias de interiores ampulosamente rococó, arte más de interiores que de fachadas.

El palacio de Schömbrunn de la emperatriz María Teresa, como el Trianón de su hija María Antonieta, cuenta con salas de porcelanas chinas, relojes, fastuosas lámparas de cristal de Bohemia y Sévres, etc. Sus regios salones están decorados con narcisistas retratos de la hermosa y desgraciada emperatriz de Austria Isabel de Baviera. Su hijo Rodolfo, el último de su rama, no llegará a reinar. Asesinado, se sospecha, por su propio padre Francisco José, junto con su amante, la jovencísima baronesa húngara María Vétsera, al haber comido setas venenosas de aquellos bosques circundantes, en cuyo castillo de Mayerling, en las escarpaduras melodiosas de los Bosques de Viena, vivieron su infortunado amor y su tragedia final.

Según la versión oficial, el Archiduque había disparado a su amada y luego a sí mismo, en el pabellón de caza, hoy convento carmelita y museo. Su padre no lo creía digno del trono imperial. Sospechaba que no era hijo suyo, sino del conde húngaro Andrassy, con quien Sissí había mantenido una políticamente peligrosa amistad. A Rodolfo se le acusaba también de haber convivido al mismo tiempo con la propia madre de su amante, tan bella como la hija.

Destino trágico el de Rodolfo, como el de su propia madre, asesinada en Ginebra en 1898 por un anarquista italiano que le atravesó el corazón con un arma punzante. Y como su tío, Maximiliano de México, y su primo y sucesor el Archiduque Francisco Fernando, asesinado junto con su esposa en Sarajevo, hecho que colmó el vaso desencadenante de la tan deseada primera guerra mundial, fin del imperio Austro-Húngaro de los Habsburgo y el de los zares Romanov.