sábado, 12 de junio de 2010

FILOSOFÍA DE LA FILOSOFÍA

I – RACIONALISMO GENÉTICO

Haber nacido con la noción de que antes de mí nada había sido y que después de mí nada será, es una abstracción aniquiladora pero también un nihilismo liberador. Lo que tanto racionalistas como sofistas harían coincidir con la verdad. Y a lo que puedo atenerme es a mi yo finito, a los limitados confines de mi mente despertando de continuo a la vida cognoscitiva, despercudiendo la engañosa contaminación ambiental, sin circunscribirme a ningún credo filosófico. Existen ya demasiados, casi tantos como huellas dactilares, debidos a la especulación empírica del hombre siempre buscando la elusiva verdad absoluta. Todos verdad y todos sofismas.
Decía Nietzsche: “No tengo ninguna ambición literaria. Yo no necesito adaptarme a ningún patrón dominante, ya que no aspiro a puestos brillantes y famosos. Pero sí quiero hablar con toda franqueza.”
Antoine Arnauld en el siglo XVII declara que la mente empieza a pensar en el mismo momento en que es infundida en el cuerpo de un ser que al mismo tiempo es consciente de su propio pensar, aunque la forma específica de su pensamiento no perviva en su memoria.
En mis estudios primarios aprendí que la filosofía es el porqué de todas las cosas. Definición tan intangible e inabarcable como el vocablo Dios. Con el tiempo me acuñé que filosofía es el concepto de todas las cosas a través de la experiencia individual. Mejor expresado por Leibniz simplificando que la filosofía es puro deseo de saber.
Mis sueños infantiles me despertaron al uso de la razón: Una puerta que con mi inhábil impulso iba abriéndose, abriéndose, me permitía adentrarme en un patio oscuro, donde había muchos objetos que no sabía denominar. Como la propia vida, comparé. Era mi primer pensamiento consciente. Del mismo tiempo: Por una escalera portable, muy alta, colocada en el centro de la calle, cuyos últimos peldaños se perdían entre las nubes, con denodado esfuerzo por mantener la estabilidad, subía yo sin nunca llegar al final. Ya no quedaban más peldaños visibles. Estiré mi brazo para atrapar un puñado de azul. Mi mano estaba vacía. Desperté. Años después creí encontrar similitud entre mi sueño y la Escala de Jacob.
En el colegio local de monjas aprendía a contar en un ábaco con bolitas de diferentes colores que representaban unidad decenas y centenas. Y la Historia Sagrada en un libraco de preciosas ilustraciones en hojas apaisadas, colocado en un atril. Me preparaba para la primera comunión. Aquellos no eran más que cuentos para niños, que ni ellos creían ni tampoco las monjas. No todos nacemos con la idea innata de Dios.
Descubrir la mentira y el robo, que yo no había presentido, fue un mazazo moral. En casa de una de mis amiguitas encontré juguetes que me habían pertenecido. Enrojecí, como si la ladrona hubiese sido yo. Aficionada por entonces a los vendajes, que me ponía en un pie, al dolerme de verdad pensé que Dios había castigado mi fingimiento. Un cierto sentido moral sí era innato en mí.
En el internado de Sevilla empecé a contagiarme de religiosidad, contra la que yo trataba de prevenirme. Me asaltaron las preguntas más básicas que todos nos hemos planteado alguna vez. Dios era omnipotente, pero no podría anular un hecho que ya había tenido lugar. Jesucristo, Dios omnisciente, tendría que haber informado de la existencia de otro continente. Mi compañera de curso, de diez años, igual que yo, me contestó como un Pascal en ciernes, que sí lo sabía, pero no lo podía decir. Que la gente rezase para conseguir una curación, me sugería preguntar por qué Dios había permitido antes esa enfermedad. ¿Es que a Dios le gustaba farolear de poder? No creía en los milagros, pero alguna vez imploré alguno, y se me concedió. Lo que yo achacaba a mi propio poder mental.
Papá no era creyente. Lo deducía porque no iba a misa los domingos, y por el sigilo que me imponía sobre los libros que guardaba en una hornacina excavada en la pared detrás del ropero. Él me daba los que yo podía leer. Había uno con una especie de chivo en la portada, erecto, con un tridente en la mano, cuernos, rabo y pezuñas. Yo lo creía el demonio y me daba miedo. La única vez que papá había ido a misa fue por acompañarme a la del gallo, la navidad antes de morir. No ir a misa los domingos era un pecado mortal. Por lo tanto, mientras yo flotaba en mi misticismo colegial, él estaba achicharrándose en el infierno. Y así sería por toda la eternidad. Tal pensamiento me atormentaba de una manera indecible, sintiendo achicharrarme yo también. Si el infierno existía debía estar localizado en las entrañas ígneas de las estrellas. Mi concepto de padre era el mismo que la gente tiene de Dios. Ese dolor inhumano me llevó al convencimiento de que el infierno no existía. Era el segundo dogma de fe que rechazaba. A pesar de Dante, recientemente el Papa ha declarado la no-existencia del antro infernal.