sábado, 5 de diciembre de 2009

EL ATRIBUTO HUMANO MÁS CERCANO A LA DIVINIDAD

NACIONAL MUSICALISMO

Férénc Liszt compone las rapsodias del folclore húngaro, étnico y zíngaro, al que contribuye su amigo de Hamburgo Johannes Brahms, y va a continuar años después Béla Bártók. La ópera magiar por excelencia, Hary János, recitativo de Zoltán Kódaly, delata el desenlace de la decadencia del Imperio austro-húngaro. Hubo un tiempo en que Hungría exigía la traducción de todas las óperas a su aislada lengua. También lo haría Praga, tan defensora de su propio idioma.

Richard Wagner musicaliza los mitos artúricos y la saga celta-germánica, que a pesar de largos recitados, como en El holandés errante y Los Maestros cantores, siempre alcanzan el clímax lírico. Su continuador, Richard Strauss, apellido coincidente con los austriacos de los valses imperiales. Con él termina la ópera o drama musical y sube el telón la opereta de la belle époque.

Creo que fue en Francia donde asistimos al estreno de la opereta de Franz Léhar La viuda alegre, estrenada con un gran éxito en Viena a principios del siglo XX. Aparte del mismo vals y un solo de la soprano, decorados vestimentas y tema me parecieron de lo más decadente. No hice ningún comentario por no herir los sentimientos patrios de mi marido.

La música imperialista rusa, iniciada por Mijail Glimka con su ópera La vida por el Zar, como su literatura, siempre lleva consigo un acentuado nacionalismo. En las estepas de Asia Central y El Principe Igor, de Alexander Borodin, Boris Godunov, de Mussorgski. Y muchas más.

Peter Chaikovski es rechazado por el director de la Academia de Moscú, que califica su primera sinfonía de "charanga de cocina." Estuve en la Apertura solemne 1812 en el Hollywood Bowl de Los Ángeles. Incluidos fuegos artificiales proclamando la victoria final, y auténticos disparos de cañones pertrechados en los alrededores. Últimos vestigios del romanticismo ruso, sus ballets de lago de los cisnes, de plumas tules y falditas tutus, son sustituidos por bailarines en uniforme militar portando fusiles y banderolas rojas con la hoz y el martillo de la nueva ideología. El exquisito compositor no mereció el inicuo final que tuvo.

El casi actual Aram Katchaturian recoge el folclore armenio. El Moldava, de Smétana, nos evoca el explayado río bajo el puente Carlo de Praga. Antón Dvórâk apenas disimula su nacionalismo eslavo en la Sinfonía del Nuevo Mundo. Edward Grieg nos acerca el misterioso folclore escandinavo de Noruega, Jan Sibelius las límpidas cumbres de su Finlandia natal. Chopin compone polonesas y mazurcas con nostalgias patrias.

La España que finalmente acaba de perder el resto de su imperio colonial, es muy especialmente obsequiada por compositores de otras nacionalidades. Gioacchino Rossini casado con española se singulariza con su exultante Barbero de Sevilla, estrenada en Roma en 1816. En 1791 ya había sido estrenada en Viena Las bodas de Fígaro, ambas basadas en obra de Beaumarchais. Rimski-Korsacov, viajero del mundo con la Armada del Zar, nos dedica su bien asimilado Capricho español. Don Quixote, de Richard Strauss. La relación es demasiado prolija, y seguramente existe ya.

Francia, mientras tenía a Eugenia de Montijo como emperatriz, nos privilegia con viajeros románticos. Iberia, de Claude Debussy, y la más popular de las óperas, Carmen, de Próspero Merimée y música de George Bizet, la Rapsodia española y el Bolero, de Ravel.

Isaac Albéniz con su suite Iberia, Enrique Granados con su suite Goyescas, Sarasate con su violín, enardecidas jotas y zapateados que inspirarían al mismo Glimka. Manuel de Falla con El sombrero de tres picos y su grandiosa Atlántida, el entrañable maestro Joaquín Rodrigo, ciego también, con su universal Aranjuez, han llevado la música española al alcance mundial.

En el Generalife, bajo la luna llena, asistí a un concierto de música española que abrió con Noche en los jardines de España, de Manuel de Falla. En esos jardines de la Alhambra, en un agujero en la tierra descubrí un surtidor que hacía brotar gruesas gotas diamantinas, que al rebotar producían una sinfonía. Cuando volví muchos años después no lo pude encontrar. Creo que aquel agujero con música era artificial.

Viviendo en Turín, tan cerca de Milán, las noches de estreno en La Scala me atormentaba un gran desasosiego por no poder asistir. Menos mal que no me afectaban hasta tal punto los estrenos de La Fenice de Venecia o del Liceo de Barcelona, por su lejanía. Lo mismo me había ocurrido en los estrenos de ópera del Lope de Vega de Sevilla, a los que seguía un baile de gala. No tan extremadamente elitista como La Scala, pero también imposibles para mí, sola y de noche. Sí pude ver todas las zarzuelas por la tarde.

En mis vacaciones en Cádiz asistía a los festivales de verano. Los ballets más recordables Las sílfides de Chopin y El cisne negro de Chaikovski. Todas mis carencias quedaron suficientemente compensadas con la representación espectacular de Carmen en la misma plaza de toros de Sevilla, con calesas tiradas por caballos enjaezados, muchachas de mantilla y bandoleros con hachas encendidas, escaramuceando por los altos de la plaza escenificada como serranías. Era una compañía internacional. Victoria de los Ángeles tuvo que repetir su solo de Micaela más de una vez a petición del público.

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